AUTOCRÍTICA DEL ROCKERO INVISIBLE

¿A través de qué nube lacrimógena tengo que pasar mi trova corta para que se acuerden de la lucecita? Quizás los cerros de Cartagena estaban demasiado llenos de hojas en otoño y hacíamos la casa club cerca del faro, pero antes de donde las ovejas tenían esa nerviosa actitud de chupete. Quizás el faro me hizo creer que el mundo era redondo y abrazables sus sombras… ¡a la mierda el amor propio! ¡No quise ahogarme en la guitarra junto a las vanidades del sur y del norte! El que haya yo recorrido todas las veredas en pos de mi máscara no indica nada. En ninguna parte se lee algo con respecto a mi iluminación o a que mi desorden es prodigioso. Quizás los gatos corrían demasiado rápido por el techo en Aldunate y el agosto que perseguían siempre estuvo ahí. Bastaba con quedarse quietos. ¿Por qué esos sonidos de criatura rajada? ¿No huye su luz a través de tamaño grito? La desobediencia es ahora nuestra alma madre y el rock es su médium. No hay dios ni demonio que no sea vanidoso, que no convierta su sepulcro en una aldea de ciegos. Quizás vi demasiada pornografía y bebí muy poca leche materna. Quizás mis ojos y mi memoria siempre quisieron traicionarme. Y abofetearme de pronto con su guante de libido. Y cortar mis madrugadas en dos como si se tratara de páginas macabras. Ansío la oscuridad del alcohol y de sus primos hermanos. A lo largo de su sencilla mesa se sientan mis amigos de luz. Es así como cantamos, todos sentados oliendo a viernes. Todos náufragos, excitados y a mal traer. Una mesa es un diafragma contraído. La apoyatura perfecta para la voz de la amistad. Quizás tuve demasiados amigos cuando me aislé por años en mi casa de Peñalolén a defecar palabras azulinas. Quizás la Cordillera de los Andes se incrustó en mis sueños porque ella era el límite de mi atolón. Quizás después de tantas pruebas, la energía de mi núcleo mutó en estas canciones que chorrean por mi entrepierna.



¡Qué salvaje es llover sobre las lucecitas y ver que ni una se apaga y que, al contrario, gritan! Los que protestan son el rock y nadie más beberá de esta agua. Joven cantante no hay camino, se hace camino al cantar. Cántaros de agua loca se te llenan al pasar. ¿Ves? Mientras las semanas se acurrucan en un rincón de la pieza y las calles fomentan esto adornadas con peligros, yo salgo a conseguirme un cigarro y a observar un rato como mastican su existencia los transeúntes. Existencia buena y mala y no preguntes. Es como un ir y venir de galápago.


-¡Corten! ¡No me gustó esta güevá!


-¡Pero señor director! Usted me pidió que improvisara un monólogo autoreferente. Estoy tratando de ser lo más honesto posible.


-¡Pero esta güevá no tiene ni pies ni cabeza! ¡Vamos de nuevo!


¿A través de qué nube lacrimógena tengo que pasar mi trova corta para que se acuerden de la lucecita? Quizás me han dirigido toda la vida y me he quejado demasiado. Quizás por eso hay quienes pierden el gusto y babean. Ellos esperan que mi música contenga un nuevo sabor. Lamen las paredes ya que no pueden lamerse los oídos por dentro. Y yo… ¿qué hago? Me divierto arruinando sus fiestas. Disparo mi lucecita hacia sus cerebros borrachos. Me hago el hippie. Me hago el punk. Me chupo mi propia sangre transparente. Me autodirijo horriblemente para que crean que el rock soy yo.


-¡Corten! ¡Eso ya lo dijo Charly! ¡Vamos de nuevo! ¡Ya po’ güeón!


¿A través de qué nube lacrimógena tengo que pasar mi trova corta para que se acuerden de la lucecita? El público es una barricada. Mi familia es una barricada. Mis ganas de cambiar el mundo son una barricada. Mi ambición es una barricada. A ratos pareciera que el mundo es quien protesta en contra del rock y de su fuego. Me acorralan con sus miedos y es que el rock quema toda la maleza del espíritu.


-¡Corten! ¡Se acabó! ¡Cámbienme a este güeón!


(una vez en la calle, cansado, con la mochila grande y sin ni uno)


¿A través de qué nube lacrimógena tengo que pasar mi trova corta para que se acuerden de la lucecita? ¿Qué clase de hazaña es menester para ser protagonista de mi propia biografía? ¿Debo respirar otra cosa? ¿La ciudad no me quiere caminando bien? Me voy a tomar la universidad de la vida y sólo podrá desalojarme una puñalada por la espalda.


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¡Tráiganme de una vez por todas la basura y no me jodan! ¡Ya! ¡Si sabemos que son los que escuchan los que deben centrarse!


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La tortura es, a menudo, la música que suena en todas partes. Y es peor, dado que ninguno percibe el dolor que se padece y la rutina a la que se va introduciendo. Las armas para defenderse no existen. Las posibilidades de desatarse están anuladas.
Este perico canta la raja y es por eso que tenemos que apoyar su ego. No porque su vida es tan válida como la nuestra. No porque su trabajo nos inspire gratitud. Sino por todas las veces que lo hemos oído y eso nos da el tiempo para contemplar su voz, acercarnos a ella y quererla.
La tortura en este caso radica en nuestra imposibilidad de elegir a quien querer.


۞


Creí saber hacer que las cosas temblaran.
Los objetos. Que se distorsionaran.
Esperé que me llamaran.
La nada dijo nadie.
Oscureció.
Me imaginé prendiendo unas velas como para alegrarme… o como para atraer a los bichos.
Pero nadie.
¡Qué estafa!
Siempre me meto en negocios cojos.
Temí quedarme atrapado para siempre en este idioma.
Hasta que tú temblaste.


۞


En algún lugar del rock nos espera un terremoto. El rincón que creemos variopinto se nos revela rígido, nostálgico y monofónico. De pronto nuestra música es la música de antaño y la fuerza de sus demandas se ha desgastado en la piedra de su longevidad que sólo hemos sabido alimentar a base de infidelidades acústicas. Pero hemos sido capaces de mantener vigorosa nuestra relación con el rock. Siempre hay besos nuevos y orgasmos desmesurados. Nunca terminas de conocer el cuerpo del rock.
Peco de indefinido. El futuro y el pasado juegan un gallito eterno sobre la mesa de mi corazón. Y es que mi corazón es un bar, al que acude siempre gente a la que le gusta apostar.


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Pude convertir la ciudad en mecanismo libertario. Desdeñar las negociaciones con el fariseo y su metanol. Sé que me habrías ayudado a empequeñecer las cárceles y a enfrentarme al engaño: el hombre medio no fluye a raudales a través de sus creencias, no lo arrasa todo, no se pierde a lo lejos sin haber influido en su canción y su quimera.
Vez que me asomaba por la ventana, cantaban las catástrofes.
Pude pasarlo muy bien sacándole los ojos a sus cuervos.
Pude del sueño salir bendito pero preferí quedarme en la amargura de mi asma y mi pantano.
Pude enfrentarme a naranjazos con esos detectives en los espejos.
Vez que cantaban las catástrofes, me encerraba bajo siete claves mortecinas.
Pude denunciar la nomenclatura criminal con que nos etiquetaron para después taparnos con alfombras rojas.
Pude incluso defender sólo mi propia torpeza laboral, mi incapacidad vertebral, mi más completa ineficacia a la hora de desteatralizar los afectos.
Pude considerarte mi cómplice infinito para que juntos reinventáramos el rock y taladráramos algunas madrugadas al margen.
Pude revolucionar ese sitio arrastrado.
Pero se me hizo.


۞


Infantilismo que se desborda y ya, ¡qué tanto!, hocicos perlados que vienen de donde no sé cuál madre es la mía.
Puede parecer un tanto suicida, así como el ducharse puede ser visto como una acción de gracias. No hay aguas que no provengan de esa ridícula soledad, de esos paisajes austeros que, claro, cosmovisionan el desmantelamiento del que me jacto. ¡Ojalá el pasaje fuera gratis!
El principal problema está en lo volátil, en el aeropuerto fantasma oxidándose algún fin de semana, en el pétalo, en la garganta.
Toda la construcción se apesadumbra y humea.
Su futuro habitante se acalambra y disuelve.
Se da inicio al himno de la oscuridad.
La vida entera abandona este vehiculo helado en el que yo sonrío como sino me estuviera atascando (siempre un niño construirá sus brillos sin sospechar que en su estómago una madeja de sombras lo acorrala).
Es en este dulce vuelo donde mis partes dejan de depender unas de otras y entonces se oye el pétalo cayendo, se vislumbra la garganta y sus ideas abriéndose como el ano de un muerto.
Siento que llueve hacia arriba y yo no puedo despegarme del piso.


۞


¡¿Qué?! ¿Qué una enfermedad que me transmitieron telepáticamente me hace devolverles las guitarras a sus dueños, entregarle al mundo su vieja mansedumbre, su hipócrita renuncia, su vals? Mmmm…


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Se me hace imposible mostrarte estos paisajes que estoy ahora viendo, estos valles, estos insolentes ríos de sangre. A mí también se me hinchan las cosas. Voy por la vida como un alfil desorientado, con mi desnudo proyectado en diagonal tal cual una candorosa diapo. De veras te lo digo. Pasa que mi imagen no me alberga. Y aunque mi canción es la tuya, no hay convergencia entre tu herida y la mía. Las sangres no se mezclan. El mar está seco. El pez es el silencio duro. Vasto. Y oscuro.


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Se alcanzó un nivel en el cual todos los participantes desarrollaron una aspereza similar a la del arco del violín y entonces se dedicaron a frotarse, no con un fin sexual, sino con la sencilla idea de transmitirse sus rostros.
Se dijo que no era algo apropiado para las actividades a las que estaba acostumbrada esta comunidad.
Pero alguien se rió.
Y se dio entonces un aire filarmónicamente infernal.
Caí yo y cayó el amigo que todos creían equivocado.
Entonces yo reconocí que no todo era rock, ni rostro, es decir, no todo el lenguaje que yo poseía era capaz de ser reducido a mi deseo rockero.
Ahí fue cuando aplaudimos y las hormigas de la ciudad se asustaron y se replegaron al cadáver del que venían.


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En el escenario, un viejo botones trae mi equipaje y se despide con lágrimas en los ojos.
¡Es él! Lo reconozco.
El rockero invisible pero jamás inodoro.
Su confusión se puede respirar hasta en los libros de física (no sabe si restaurar mis muebles antiguos o si prepararme hamburguesas). Su uniforme está cubierto por un polvo de partituras. Sus ojillos improvisan una prolongada mirada negra.
No es sencillo para mí negarle mi atención. Me parece intensamente atractivo como demonio y como pequeño ser violado.
Reconozco que su actitud es la de una hiena, y hay una cosa que me sorprende de las hienas: su absoluta falta de universos.
¿A cuántas actitudes tengo que acostumbrarme? ¿No hay tras de todas ellas un mismo chamán tratando de besarme?
No, despreocúpate. Los rockeros (y los vampiros y los barcos y los niños sucios) son todos diferentes.
¿En cuántos frentes tendré que parapetarme? ¿A través de qué nube lacrimógena tendré que correr tan lleno de llagas inútiles?
El envase del rock se disuelve, y perdóname, pero lo que queda es sólo la sombra de nuestro desempeño como transformadores y como amantes.




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