Una cultura hidropónica



Abrí un cajón y saltó este texto a morderme. Lo escribí el 2005 aprox. Estuve tentado de refaccionarlo pero preferí conservar su reflexión veinteañera, así pretendo que funcione como un retrato doble del mundo que me rodeaba y de mí mismo percibiendo aquel mundo:

UNA CULTURA HIDROPÓNICA

Siendo Chile una república joven que recién se acerca a los 200 años, puedo decir, a propósito del chileno, que tiene aún un perfil por definir, aún se está moldeando su identidad debido a que sus raíces apenas han penetrado la superficie cotidiana donde toda realidad es un ir y venir de influencias culturales. Podría decirse que la profundidad del chileno radica justamente en su perfecta adaptabilidad a un nuevo entorno, sobretodo si consideramos al actual chileno urbano que parece aplaudir todo cambio en nombre del progreso, cada nueva reforma económica, cada intento por sofisticar la existencia, cada reluciente programa de TV. Pero sabemos que estos cambios, esta transculturación, intentan remecer la raíz del chileno para que éste sólo se sienta seguro como pieza de un mórbido engranaje humano.

El chileno ama la máquina a la que pertenece pues el dinero que la máquina le proporciona es lo que lo define. Su identidad es una moneda de cambio porque desde su primera infancia se le enseña a no diferenciarse sino a uniformarse. Mientras más limpio y ordenado su uniforme, mayor status social. El chileno es ambicioso, o peor, envidioso. Ama los inalcanzables productos de las vitrinas, o a veces estos productos bailan cruelmente a su alrededor tiñendo su mirada de una triste sombra. Ergo, el chileno ama el crédito. Ama apostar lo que no tiene y entonces, los que sí tienen, saben lo factible que es atrapar a un chileno.

Digamos a su favor que el chileno, en estos 200 años, ha forjado otra actitud, contraria a esa adaptabilidad de la que pretende jactarse. Ha cultivado un apego a la tradición que se vislumbra perfectamente al salir de la ciudad, al encontrarse con lugares donde aún para el niño es más entretenido hablar con el abuelo que enchufarse a internet. Se han conservado costumbres que, como en toda Latinoamérica, provienen de la mixtura de la cultura indígena y la tradición judeocristiana. Sus sabores impregnan la apacible vida rural que hoy se mezcla con el ácido perfume de las industrias que se instalan en las cercanías, o de la ciudad que se acerca con su música estridente, signo inequívoco de su horror al vacío.

Descubrimos entonces que la tradición que se ha creado en el último par de siglos se encuentra atrincherada en provincias o en algunas familias citadinas que aprecian el valor del conocimiento transmitido de generación en generación o como residuo en ciertos gestos populares. Sin embargo estas trincheras culturales se han ido poco a poco estilizando y convirtiendo en una rígida postal para enviar a otros países. Se ha descafeinado el folklore, modo de expresión natural de un pueblo.

El chileno ama fingir que se expresa pero su emoción se oculta en un pozo húmedo. Sus ceremonias y festejos están de antemano estipulados y carecen de la catarsis que todo grupo requiere para mantener el equilibrio en su conducta social. Tal parece que sólo la embriaguez etílica funciona con el chileno, liberándolo en todas direcciones, pero esa catarsis no es ritual, no busca ni encuentra nada, sólo al individuo insatisfecho.

Ahora bien, si la emoción del chileno se encuentra contenida, ¿qué es lo que expresa cuando se expresa? Quizás expresa una emoción socialmente aceptada, adquirida a precio módico, y esto se deba a que el chileno teme al ridículo, al rechazo de sus pares. Así como tiembla ante la posibilidad de desnudar su alma ante los otros miembros de su comunidad, así también se comporta ante el concierto internacional de culturas. Decide proteger su identidad íntima cubriéndola de una cáscara hecha con elementos de otras, las que frente a sus ojos cree superiores. Recordemos que el chileno es envidioso y no extraerá elementos de culturas que a su juicio son de menor categoría, aunque éstas sean de una profundidad mucho más rica en nutrientes. Es el caso de las culturas aborígenes del mismo país o de los países vecinos. Más, con qué entusiasmo recibe el chileno los cánones estéticos importados desde países del primer mundo, las formas de comportarse de las naciones desarrolladas.

¿De dónde viene esta actitud cobarde frente a los demás? ¿Será como señala Benjamín Subercaseaux en su “Tierra de Océano”, que los pueblos primitivos chilenos eran en esencia temerosos, siempre apegados a la seguridad de su territorio, nunca alejándose demasiado de la costa? Si así fuera, la antes mencionada y supuesta adaptabilidad del chileno sería análoga a la capacidad de un bebé de aferrarse a un adulto cuando se enfrenta a un vértigo.¿O será, más bien, que el chileno y su actual cultura tienen las raíces puestas en agua, en el vaivén que produce el constante bombardeo de culturas foráneas y el atrincheramiento insoportable de la tradición?

La cultura chilena es una cultura hidropónica y todo noble intento de poner tierra firme para sus raíces no hace más que enlodarlo todo y crear una confusión aún peor.

Es preciso entonces aceptar que nuestra cultura es ésta y no otra. Que es la víctima ideal del consumismo. Que su naturalidad está desprotegida ante el amargo y avasallador proceso de dopaje en que se halla. La afirmación de su identidad es un obstáculo para poder subsistir, para mantener su uniforme limpio, para acreditar su condición de buen ciudadano. No está el chileno en posición de decidir cuáles son sus verdaderas necesidades.

La historia del arte chileno, su música, su literatura o el reconocimiento a sus artistas, hay ahí ejemplos nítidos de cómo opera su espiritualidad. Por un lado hay artistas que se consagran porque cuentan con el beneplácito de una audiencia predeterminada, amanerada y corrupta por el engañoso germen de la idolatría. El chileno ama los íconos y por ende, adora la demagogia. Por otra parte, quienes comprenden que la adulación y el sometimiento meloso al paladar popular sólo conducen a un status quo en términos identitarios, apenas si logran consagrarse luego de un arduo proceso de autoflagelación en donde se hace necesario situarse al otro extremo del fenómeno, sufrir el desprecio masivo, vivir en carne propia un vía crucis para llegar finalmente a declarar: “yo soy libre de expresar mi espíritu en los términos que yo desee”. Una vez crucificado, este artista se consagra pues el chileno ama observar el sufrimiento ajeno.

Siempre nos encontramos con esta bipolaridad acuosa, con esta existencia masturbatoria donde el placer y la culpa confabulan para crear una sensación térmica agobiante. ¿Y quién llega a refrescar al chileno? ¿Quién le perdona todo?: los medios de comunicación masiva.

Son estos medios los principales proveedores de identidad. Es en la publicidad donde el chileno descubre quién es. Son los eficaces contenidos que estos medios manipulan los que fueron y serán el tema de conversación más ampliamente difundido, sin evadir ningún grupo social, etario o geográfico. En estas conversaciones el chileno se reconoce, adopta ángulos, critica, solloza o vitorea. Se le puede ver feliz en estas discusiones pues no existe ahí opción de un rechazo verdaderamente frontal. Son temas que atañen a todos, como a los paleolíticos les interesaba enterrar a sus muertos. Pero a diferencia de éstos, los problemas y sus categorizaciones no provienen naturalmente de la comunidad sino les son inyectados.

La línea editorial de los medios obedece a un benefactor económico a quien le interesa, tanto la postura que una persona adopte frente a su producto, como la música que ésta escucha o su manera de amarrarse los zapatos. Todo está interconectado. ¡Todos los benefactores se aman! Y si algún medio intenta plantear alternativas y animar a individuos inquietos, los benefactores se enojan y se llevan la pelota. El chileno ama las pelotas como el hámster ama su rueda de correr, por lo tanto, prefiere sacrificar su derecho a la información, quedándose siempre con una mirada parcial de los hechos que conforman su ambiente.


¿Qué queda para un país donde el gobierno pide la pelota prestada y sus ministros, sus jueces y sus legisladores juegan entre ellos a ganarse la simpatía de los capitales extranjeros? ¿Puede el chileno siquiera imaginarse a sí mismo un día en la cancha y en su camiseta los colores de su espíritu, sean cuales sean? (No serán los del traje de marinerito que le pusieron para diferenciarlo de los niños más pobres) ¿Jugará alguna vez el país a reconocerse, aceptarse y amarse? Véalo mañana en este mismo programa, en este mismo canal y en este mismo horario…

Comentarios

Adrián Montoya Leyton ha dicho que…

ó: "Características fundamentales del sujeto neoliberal"

http://youtu.be/UOCNYMFd9jo

La caverna de Platón no tiene fecha de vencimiento :)

salud!
A

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