A propósito de mi experiencia como evaluador
¿Qué me gustaba de las niñas
cuando yo era niño? ¿Cómo seleccionaba? ¿Qué sentía?
Recuerdo que en el colegio siempre
me gustó más de una: todas tenían su misterio. Una vez, en el matrimonio de mi
tía Susana, me enamoré absurdamente de una niña con quien jugué algunas horas y
nunca más volví a ver, excepto en las fotos del matrimonio donde descubrí que ella
ostentaba un notorio bigotillo. ¿Será que me gustaba su rareza? No era de una
belleza convencional (Ahora que lo pienso… pocas veces me he acercado a una
belleza prototípica). Creo que siempre me llamó la atención la novedad, el
cambio de perspectiva que una niña desconocida de pronto sugería, con su sola
presencia.
Pero, ¿no nos ocurría lo mismo a
todos los niños? ¿Acaso soñé que cuando llegó a nuestra villa una vecinita nueva,
Amparo, todos queríamos conocerla y ser su amigo más cercano? Recuerdo su
nombre porque lo decíamos a cada rato entre bicicletas, pelotas y láminas de
algún álbum, pero su rostro es un pálido borrón. La recuerdo porque a todos nos
gustaba, y entonces la Mónica y la Cata, nuestras eternas compañeras de juegos
(y a quienes también alguna vez amé secretamente) quedaron relegadas a otra
categoría más vinculada a lo cotidiano.
Pienso en todo esto hoy, cuando
me ha tocado evaluar propuestas musicales que buscan participar de algún evento
o ser financiadas con el dinero de otros. ¿Cómo se selecciona? ¿Qué se siente?
¿Por qué percibo tantas discrepancias con la mayoría de los evaluadores?
En materia de artes, imaginaba a
una especie de evaluadorxs-maestrxs, con la humildad necesaria para permitir
que otras ideas calienten y elonguen, pero tengo la impresión de que a algunas
personas verse en el papel de evaluador les crea la ilusión de un panóptico, de
una oportunidad para establecer sus propias verdades como ley y luego juzgar
según ésta a quienes desfilan mostrando sus mejores plumas y confiando en que
quien lxs juzga tiene algún interés en estas otras verdades que proponen.
Es cierto que la tarea implica
instalarse en un mirador frente a una procesión de quijotes pero ahí yo no me
entendí como un experto que tasa, cronometra y calcula, sino como un caníbal
selectivo, amigable, agradecido. Dicho de manera más fácil, creo que la música
popular no puede ser disectada con el viejo instrumental quirúrgico de la
musicología porque inevitablemente se infectaría. La creatividad no tendría
otro camino más que institucionalizarse. El proceso comunicacional al que la
música popular pertenece es un proceso vivo. Los procesos de selección a la que
es sometida debiesen ser más lúdicos y menos egocentristas, tan técnicamente
egocentristas. Son los mismos evaluadores quienes debieran sentirse llamados a generar estos cambios de enfoque.
Dime si no es malévolo instalar únicamente
criterios técnicos en estos procesos, lo que equivale a enseñarle a un niño a
enamorarse, según estándares que no se sabe ni quién ni cuándo supuso
correctos. En vez de eso hay que ponerles atención a los niños, a las músicas,
y así conocerles. Uno debería evaluar cuánto aprende de lxs postulantes, con
cuánta bravura trazan los caminos por donde sus obras escaparán de los estándares,
caminando, trotando o corriendo, dependiendo de sus propias metas y naturalezas.
Cuando niño tuve una tortuga de
tierra (D’Artagnan, obvio) que siempre se fugaba de casa. Era rápida, astuta,
creativa. Desde entonces valoro inmensamente a los escapistas… Quizás tenga
algo que ver el hecho de que D’Artagnan terminaba una y otra vez en el mismo jardín, a
una cuadra y media de distancia. Entonces recuerdo que siempre me la venían a dejar, sonaba el timbre, se abría la puerta: D’Artagnan en las manos lindas de Amparo…
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