BIOGRAFÍA DE UN ESPEJO

BIOGRAFIA DE UN ESPEJO

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Subiendo pesadamente estas escaleras el espejo se dio cuenta que había nacido para importunarnos. Todas estas grandes puertas le parecieron la metáfora de su vida y, habiendo reproducido ya el sonido que de una vez por todas le devolvía la fe, el espejo conformóse con sonreírse a si mismo ya que por fin la voluntad regresaba a sus pies.
Hace una década que andaba besando cualquier ecuador y rasguñando todo tipo de mamparas. En el río, cada vez que sumergía en silencio su mano de espejo, las creaturas acuáticas se sentían liberadas de la locura que las hacía humildes a la vez que múltiples. Fueron tantos años chupando el hielo del azar. Fue tanta la falsa alegría con que homenajeaba lo mutante. Fueron tantos salones y talleres y quirófanos. Nada de eso lo había envejecido así como al boxeador no lo mata nadie. Ambos, espejo y boxeador, no hacían más que suavemente vegetar en el tradicional suero rosáceo con el que nos mantenemos nosotros aquí a salvo en la rutina.
Ahora podemos decir que fue mejor para el espejo subir estas escaleras y recorrer estos pasillos llenos de enfermos que parecen pequeños detalles de una catarata. Ahora digamos que algo detonó su voluntad y que tiene fe otra vez en su capacidad de revolvernos el estómago. De devolvernos nuestro símbolo. De humillarnos.
Pero les recordaré que no siempre fue así.
La infancia de los espejos no es visible –ni siquiera como iluminación- por lo que desconocemos sus primeras anécdotas o la real envergadura de sus traumas. Lo máximo a lo que un biógrafo aspira es a leerles la edad en sus ojos, con calma, como quién lee en un caparazón de agua. Se sospecha que un espejo niño puede aguantar la respiración incluso durante dieciséis años. Se dice que nadan hasta que los mismísimos arenales se detienen para verlos. Han comentado incluso que si un espejo niño se llega a romper, todos los paisajes del mundo sienten que se les decolora algún río del alma. Pero toda la literatura al respecto no es más que paja de filósofo.
El espejo dejo su infancia atrás cuando le llego la primera regla. Se sintió convexo. Vio en todos lados reflejado el tendón de su miedo. Entonces supo que una vez por mes le tocaría sangrar una moraleja. Ya era tiempo de recorrer. Debía alimentarse de otros seres. Anticiparse a la jugada. El espejo tomó su cantimplora y se hizo selva adentro.

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FÁBULA DEL ESCORPIÓN Y LA RANA.
No es necesario interferir con mi ombliguismo. Yo solito desecho sus pros y sus contras y todo lo que se le parezca. Devuelvo la ciudad. Devuelvo el vino. Devuelvo la oscuridad y la desnudez culpable. No me digan que sigo contactándome sólo conmigo mismo. Cálmense. Ríanse un poco de mi puzzle y duélanme harto. Les advierto que esta maravilla es una cárcel si no me abrazan. Se siente uno amordazado si no lo empujan hacía su tripa tenor. Simplemente lo que urge es apretarse en horario de valle como lágrimas en una garganta de hierro. Y simular que todos los demás son extraños. Que uno es el del ombligo perfecto en su perfume. Yo solito corro una cortina y no me preocupo si la música aparece en harapos y desnutrida y si lastima el verla. Tengo todo este sistema insular dentro mío para gastarlo en pequeñas dosis de auto-recuperación. Yo soy yo solo. Me doy pena. Me doy risa. Me doy otra chance en la ceniza. No están los tiempos como para olvidarse de las ofertas y de las vanidades que hay que aprovechar. Ahora que me fijo, mi ombligo parece esbozar una sonrisa. Y más encima estás tú ahora, mujer, constante y disonante, elaborando tu embrujo mientras intentas asesinarme. No hay paisaje mas bello y no puede haberlo si te doy la mano y digo sí a tu propuesta, digo sí sí sí a tu caos, mucho mas sobrio que el mío, menos cáustico, menos explosivo ahora que me tapas. Este invierno recrudece pero estoy seguro que eres más que una frazada de fluidos, mas que un desayuno de confianza confitada. Eres demasiado para ser nombrado o para verse entintado en un papel cada vez que apareces de pronto en un detalle. Estoy amurallado pero llegas. Déjame agradecerte cercenándome el ombligo y comprándote una entrada para mi velorio. Cada vez que te duelen los pechos se altera mi genética. Eres la vida que esperaba que viniera a devorarme. Aaaaaaaayyy. Juro que jamás te haré daño...

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PERO NO. Aun me queda rock y vino y ciudad. ¿Lo entiendes? El ombligo me llama. Por más sordo que me encuentre siempre asocio la sombra a mi aire libre. Y el viento fresco me devuelve los dados. Apuesto a que mi corazón es en verdad negro y que su canción no se hunde con nada. ¿Lo entiendes? Es tan difícil enfermarse en mi estado. Siento que los derrumbes y los incendios fortalecen mi comedia. Solito me atrofio y tranquilizo y permanezco. Mi caos aun no cabe en la memoria de nadie. ¿Lo entiendes? Ya llegará el día. Por ahora vaivén.
Comienza la década entre mujeres y hombres que no querían salir de sus mosquiteros. Se habían formado delegaciones para ir cada cierto tiempo a exigirle al sol más confort y relajo. Se volvieron locos los jerarcas. Se drogaban todos bajo la luna y el espejo compartía con ellos sus ocurrencias. ¿Qué más divertido que la charlatanería oficial de un montón de peces imaginarios? ¿O eran hongos que reían mientras crecían como templos? ¿Era un sueño o había un oráculo millonario poniendo música en la fiesta? ¡Que nadie se salga del ritmo o el sol nos llenará de moscas! ¡Que traigan ese espejo montado en un ñandú blanco! ¡Que las novias jueguen con el espejo y vean la felicidad de sus propios dientes y lenguas energizados como manzanas!

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FÁBULA DE LA CIGARRA Y LA HORMIGA.
No es primera vez que llegas borracho a buscar la guitarra. Los niños han incorporado definitivamente a sus sueños el leve sonido de la puerta. Mi leve voz. Tu leve risa. Saben ya que el sábado es consomé y es siesta y es parodia. Por última vez me involucraré con tu rutina y aspiraré tus ronquidos que antaño eran dulzor. Anoche te llevaste la última canción que me quedaba. Esa que mastiqué por años en las reuniones dapoderados. Esa que planché en mi propia espalda los domingos. Esa que en año nuevo parecía cumbia y ponche a la romana y esperanza. Los niños supieron de ella gracias a mi ritmo de ogresa y aunque sin entenderla muy bien, a veces creo haberlos visto venir tarareándola desde la escuela. Entérate ahora, que dejó de llover, que me voy a abandonar para siempre en el silencio. Puedes cantar lo que se te dé la gana. Y no será más que un frío eco lo que te devuelva esto que alguna vez fue tu casa.
Al espejo la popularidad lo llenó de rostros. Terribles emociones comenzaron a llover sobre su ego. Quebraba copas cada noche para que no olvidaran su gloriosa presencia. Como un ciego en llamas fue conducido hacia su propia canonización. Los años parecían embellecerlo a cada quemadura. Sus moralejas fueron acumulándose en un pesebre marginal y fúnebre, hasta que finalmente fueron sepultadas bajo una orgía de cemento. Su voz de espejo se tornó un latido humano y se eternizó como fiesta ensordecedora o tal cual una fiebre o ardiente y perfecto cazabobos. Mujeres y hombres veían en él toda la turbia maravilla de su propio caos. La naturaleza de la tristeza se alejó como un gigante moribundo. El espejo ya no pudo llorar.

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FÁBULA DE LA LIEBRE Y LA TORTUGA.
Se dice que una liebre te quiere mucho cuando planea congelarte en un pequeño gesto, y a la vez busca liberar la tortuga aquella tan quieta y pensativa que habita en tu arenal de ser querido.
Entonces dicha contradicción a menudo a uno lo hace perder el paso y finalmente uno se arrebata y no encuentra las palabras.
Aunque se sabe que existen las palabras “cornisa”, “sésamo”, “trotamundos”, “rapsodia”, “diamantino”, uno se da cuenta justo a tiempo de que estas no cubren ni la mitad de la melancolía en la que varamos. Y así uno se va quedando callado y ni brinda y menos baila. Y luego da lo mismo quien llega primero a la cama si el premio es un absoluto y feroz desconsuelo.
Sintiéndose cóncavo al final de la década, el espejo salió a buscar el pesebre con su sangre. Cierta mañana vio que todos los fiesteros se nutrían de actitudes miserables. La pasividad de su obligatoria condición reventó en un vómito de aplausos. ¡Todos pertenecían a esta imagen! ¡Nadie escapaba de esta profunda náusea en la que el espejo se aturdía! La selva entera estaba llena de seres que nos escondíamos del vértigo de ver cómo realmente nos relacionábamos. No había ñandúes blancos que fermentaran nuestras danzas. No había cobertura de caramelo para la agria soledad de nuestras marcas. Ningún verdadero jarabe o cataplasma era posible pues éramos todos distintos en nuestros desgarros.

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Un río de mercurio brotó de la tierra trayendo moralejas en su frenético caudal. Una a una las calles de la selva se fueron hundiendo en la cara del espejo. La fiesta amainó por fin, como el embarazo tubario de una galaxia puta. Mascó las manzanas mientras el río crecía en su metal neutro. Entonces todos vimos cómo el espejo lloró violentamente y con mucha dificultad comenzó a subir estas escaleras para no ahogarse en el reflejo de nuestra industrial rutina. Todos fuimos el otro por un instante. Yo estuve ahí. Obtuve mi triste grado. Yo estuve ahí. Y para contarlo es que aún estoy vivo y cambiando.

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