A propósito de la sangre del rock



A propósito de la sangre del rock

“Esto, señores, es sólo caminar”
Ramirez Neira

            Resulta raro escribir sobre algo que me parece tan obvio: la posibilidad de que el rock, en algún punto del tiempo, se convierta en un elemento folklórico acá en nuestro lado del mondo. De hecho es un proceso en el que habemos muchos trabajando.
            Aunque la sangre del vals y la música europea tardó siglos en mezclarse con el mundo precolombino, y la sangre del moro con la del escalvo negro, las condiciones en que se dio esa transfusión son muy distintas a las actuales. Estamos frente a una multidimensional hemorragia cultural en donde el rock es sólo un componente más. Eso sí, uno de los más visibles y auspiciados.
            Los medios para acceder al rock, como auditores y como ejecutores, son cada vez más cotidianos. Nos hemos acostumbrado a sus operaciones cognitivas o por lo menos a mover la patita. Nos familiarizamos con sus lugares, fechas y personajes. Su historia nos intersecta. Me sorprende entonces que aun haya resquemores acerca de su naturaleza.
            Pese a que por un lado el rock puede ser visto como un placebo extranjerizante o como propaganda neoliberal, sigue cumpliendo aún, como en sus inicios, una función catártica en toda sociedad en la que interactúa y mantiene a su vez abiertas sus estructuras de forma y contenido, otorgándole gran adaptabilidad, lo que puede considerarse como otro factor favorable a la hora de mezclar sangres.
            La sangre del rock siempre ha transportado el germen de la ruptura con lo anterior, en su esencia pernocta el juvenil deseo de refundar, renombrar y redirigir. Y es en este punto donde hoy muchos de quienes estudian o trabajan el rock se confunden y se pierden. Me refiero, para variar, a una serie de aversiones y apegos que ciertamente corresponden a propaganda, a recetas de comportamiento que se vuelven una cáscara e impiden ver al humano tras ésta.
            Por ejemplo, la aversión a la tradición cultural. Romper con ella no implica el rechazo sordo a sus manifestaciones. La riqueza que contienen no es en ningún caso rígida y siempre hay algo de su influjo en nuestra sangre. Negarnos a encontrarle algún valor a lo tradicional nos encierra en el espejismo de la autocomplacencia, perdemos elasticidad y finalmente nos rompemos y caemos a pedazos. Nada nuevo aparece.
            Otro ejemplo es el apego a los cánones del rock. Suena absurdo pero algunos que pretenden ser los más rockeros, es decir rupturistas, son los más conservadores del mondo. Nada es rock si no pasa por lo que ellos consideran clásico, lo que generalmente concierne al trabajo de bandas norteamericanas e inglesas de los 60’s, 70’s y 80’s. Este culto desborda rigidez y su iglesia se caería también a pedazos si no fuera por sus acólitos, entre ellos las llamadas “bandas tributo” que nada aportan a la mezcla de sangres sino más bien se dedican a chuparla. Nada nuevo aparece.
            En fin, sigue nuestro viaje.
            La fractura a la que invita el espíritu del rock debe ser en un hueso propio.
            Las necesidades y desafíos que enfrentamos bandas y solistas requieren de toda nuestra capacidad de observar qué nos aqueja y qué andamos buscando. Nuestra sociedad no necesita estrellas sino transformadores y amantes.
            Para que un rock nuestro aparezca no basta con tener bandas con músicos chilenos, escribir estrofas en décimas, tocar en 6/8 cuequeros o incorporar charangos y trutrukas. Hay que salir a caminar estudiando los engranajes de la industria cultural, observando cómo baila el Estado, compartiendo con otros creadores, palpando la calle y la carretera. Hay que romper la cáscara de la propaganda rockera y cada uno debe hacerse cargo de su interioridad, de su manera única y subjetiva de sentir el mondo. Sólo así podremos escuchar y seguir el curso del río formado por nuestra sangre y la de quienes nos acompañan esta noche.



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